No podía salir.
Sólo podía contemplar cómo evolucionaba la vida a través de
lo que el fino cristal de la ventana le permitía ver.
Y eso le era insuficiente.
Quería contemplar que había más allá, que era lo que sus
grandes ojos marrones no llegaban a observar estando ahí, en su habitación.
No recordaba cuanto tiempo de encierro llevaba.
Sabía que era más del doble de lo que había podido salir.
No era justo.
Los pasillos de la casa, estaban hundidos bajo sus pasos.
Se notaba perfectamente cuál era el camino exacto que solía
seguir, porque allí el brillo del suelo había desaparecido, dejando paso a un
color desgastado y triste.
Una fría mañana de octubre decidió armarse de valor y abrir
la puerta de casa, en ese momento sonó el teléfono.
En los días sucesivos, volvió a intentarlo, siempre había
algo que se lo impedía, el cartero, el vecino que quería un puñado de sal, el
teléfono de nuevo, otra vez el cartero, otra vez el vecino…y así, más de un mes
de imprevistos que solo le permitían acceder al pomo de la puerta…¿conspiraba
el universo en su contra?
Quizás fuera así.
Decidió hacer lo que nadie esperaba que hiciera.
Saltó por la ventana.
No dejo una marca en el suelo, ese camino solo lo hizo una
vez.
Pero olvidó sus zapatillas.
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